El niño me
salió algo “inquieto”.
Cuando era
pequeño me lo diagnosticaron hiperactivo (afortunadamente, se equivocaron). Era todo un cuadro ver la cara de mis
amigas cuando venían a visitarme a casa.
El nene
gateaba por todo el salón hasta la casita del perro; se metía en ella; sacaba
la chuleta de goma con pito, la apretaba haciéndola sonar; la tiraba; volvía
corriendo al sofá; saltaba sobre él unas mil quinientas veces… se dirigía al
interruptor de la luz, lo encendía, lo apagaba; lo encendía, lo apagaba; lo
encendía, lo apagaba; se hacía un sprint
hasta la cocina; metía la cabeza en la lavadora; daba unos cuantos grititos
flipando con el eco de su voz… abría la nevera; me sacaba las botellas…
—¡Qué
mono! —Decía Chus totalmente “ojiplática”, antes de esbozar un empático pucherito:
—Pero, ¿cómo puedes soportarlo?
A duras
penas, mire usted.
Ese
cabroncete era ¡¡El único bebé con ojeras que he conocido en toda mi vida!! Me
daban las dos de la mañana, con él en brazos, cantándole nanas (y él desgüevao de la risa), y, hasta un día
en que teníamos fiesta en casa, el niño trepó por los barrotes de la cuna y se tiró
al vacío de cabeza, regalándose un bonito chichón.
Un horror…
un horror todo… sobre todo, lloriquear suplicando en la guardería:
—¡Por
favor, no lo pongáis a dormir la siesta!
—Pero,
¿qué siesta? —Se sorprendían ellas. —En la última, por ejemplo, lo hemos estado
rodando en vídeo porque cogió una sartén y una manzana y hacía el saque de
tenís con un gritito súper-profesional, como Nadal, ¡Qué gracioso!
Muy
gracioso, síp.
El caso es
que, contra todo pronóstico, a la hora de dar “el callo” el “gracciosso” se convirtió en un vago de
órdago. Vamos, ¡más vago que la chaqueta de un sereno! (pidan referencias, si
no me creen, en el colegio)
Ahora, su
padre lo llama el tío “Kienme” (“¿Quién me coge la Coca-Cola?”, “¿Quién me
lleva la mochila?”, “¿Quién me lleva los esquís?”, “¿Quién carga con la tabla
de surf?”, “¿Quién me trae una toalla?”, “¿Quién…?”)
Eso digo
yo: ¡¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?! ¡¡QUIÉN!! (Especialmente, este veranito, estudiando con él, que parece que sea servidora la castigada)
Ahora, es
más de hacer “musculatura” con los dedos para jugar a la PlayStation. Que digo
yo: en un término medio está la perfección. Y, el pasado verano, mira tú por
donde, tuvimos una gran idea. Al niño le llamaron la atención los pescadores de
San Vicente de la Barquera. Su papi le compró un kit de pesca y, ¡hala, a
pescar!
Sin ánimo
de ofender a los pescadores, ¿de verdad, tienen ustedes la cara de llamar a eso
“deporte”? Vamos que, en mi humilde opinión, y dada la vagancia supina del chavalín,
¡no le podía ir más al pelo! Estarse las horas sentadito, con los... “esos”
bien apoyados, esperando que algún pez despistao
muerda el anzuelooo... Ahora que, también tendrá tiempo de hallar paz, calma y
equilibrio, ¿no? No debe estar tan mal.
La
tragicomedia se nos planteó en el momento en que compramos cebo vivo. Ver a su
padre, cogiendo los gusanos era todo un show: —¡Igggs… aiiiich…. Nene… ¿Dónde
está tu tío? ¿Ha dicho que veníaaaa? ¡Argsss! ¡Beeeggg!
El primer
día de pesca (es vago pero afortunado) ¡Pescó una sepia! Tan contentos nos pusimos.
¡El chico se la cenó! La sepia no daba para todos, claro está. Era lo mismo que
poner una albóndiga para ocho comensales.
Y el
segundo, la pesca no llegó a casa. La suerte del principiante hizo que picara
un pulpo. Aquel pulpo era Paul o uno de sus descendientes. Todo un superviviente. Un
luchador nato. Se puso a tirar como un loco de la cuerda, tratando de huir. El
espectáculo que estaban dando (el muchacho, el tío y el padre) tirando de la
caña, hizo que todo el mundo alrededor se pusiera a observarlos (esperaban, fijo, a Nessi, fugado de el Lago Ness). Enseguida,
vino el pescador benefactor que les ayudó a capturarlo.
Lo malo es
que la pesca del pulpo, ¡estaba prohibida!. Así que, le regalaron la pieza al “asistente
de pescadores pardillos” y el tipo se la echó a la mochila, como unas
castañuelas.
La risa
floja nos dio a todos cuando nos imaginamos si se llegase a encontrar con la
policía y al pulpo le diera por asomar los tentáculos fuera del petate. "¿Algo que declarar?" "Pues, nada mire usté, aquí paseando... buen tiempo, ¿eh?"
La tercera
vez ha sido en el Pantano de Valmayor. De algo estoy segura: mi costilla es un
buen padre. ¡Tirarse las horas muertas bajo el sol en una meseta que más que a la Mancha se parece al
desierto del Sahara y aguantando a cuatro monstruos! Ya le vale, ¡pobre hombre! (yo, en la piscinita, tan ancha
y fresquita) Ni sé como no le dio el sarampión.
Y la
pieza, en esta ocasión: un señor Lucio de 60 centímetros.
No me
extraña que haya gente por ahí que prefiera hacerse vegetariana. El Lucio (un
bicho feo, feo, feísimo donde los haya) ¡¡venía con vida!! Pero…, ¿a nadie se
le ocurrió la idea de liberar al animal de ese sufrimiento?
—Yo he
dicho que le tiráramos una piedra a la cabeza, te lo juro…
—¿Y para
qué llevamos la navaja? ¡Lo teníamos que haber apuñalado!
Escucharlos
hablar… ¡¡daba grima!!
Y, ahora,
venía lo peor: ¿Quién meeeee………. ¡lo cocina!?
¡Aaaarrrggg! Mira que les dije que yo,
como Antonio Recio, que SOY MAYORISTA Y NO LIMPIO PESCADO.
En fin…,
hace dos noches que el pobre Lucio (¡Dios lo tenga en su gloria!) forma parte
de nuestro organismo. Marinado, durante tres horitas, con aceite, vinagre, sal,
pimienta, anchoas, alcaparras, el zumo y la rayadura de un limón, un chorrito
de vino blanco y al horno.
A ver si para la tercera pesca... ¡¡me traen el sireno!!
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