miércoles, 17 de julio de 2013

La pesca (¿Deporte... de riesgo? Sí, para los papás y las mamás)



El niño me salió algo “inquieto”.

Cuando era pequeño me lo diagnosticaron hiperactivo (afortunadamente, se equivocaron). Era todo un cuadro ver la cara de mis amigas cuando venían a visitarme a casa.

El nene gateaba por todo el salón hasta la casita del perro; se metía en ella; sacaba la chuleta de goma con pito, la apretaba haciéndola sonar; la tiraba; volvía corriendo al sofá; saltaba sobre él unas mil quinientas veces… se dirigía al interruptor de la luz, lo encendía, lo apagaba; lo encendía, lo apagaba; lo encendía, lo apagaba; se hacía un sprint hasta la cocina; metía la cabeza en la lavadora; daba unos cuantos grititos flipando con el eco de su voz… abría la nevera; me sacaba las botellas…

—¡Qué mono! —Decía Chus totalmente “ojiplática”, antes de esbozar un empático pucherito: —Pero, ¿cómo puedes soportarlo?

A duras penas, mire usted.

Ese cabroncete era ¡¡El único bebé con ojeras que he conocido en toda mi vida!! Me daban las dos de la mañana, con él en brazos, cantándole nanas (y él desgüevao de la risa), y, hasta un día en que teníamos fiesta en casa, el niño trepó por los barrotes de la cuna y se tiró al vacío de cabeza, regalándose un bonito chichón.

Un horror… un horror todo… sobre todo, lloriquear suplicando en la guardería:

—¡Por favor, no lo pongáis a dormir la siesta!
—Pero, ¿qué siesta? —Se sorprendían ellas. —En la última, por ejemplo, lo hemos estado rodando en vídeo porque cogió una sartén y una manzana y hacía el saque de tenís con un gritito súper-profesional, como Nadal, ¡Qué gracioso!

Muy gracioso, síp.

El caso es que, contra todo pronóstico, a la hora de dar “el callo” el “gracciosso” se convirtió en un vago de órdago. Vamos, ¡más vago que la chaqueta de un sereno! (pidan referencias, si no me creen, en el colegio)

Ahora, su padre lo llama el tío “Kienme” (“¿Quién me coge la Coca-Cola?”, “¿Quién me lleva la mochila?”, “¿Quién me lleva los esquís?”, “¿Quién carga con la tabla de surf?”, “¿Quién me trae una toalla?”, “¿Quién…?”)

Eso digo yo: ¡¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?! ¡¡QUIÉN!! (Especialmente, este veranito, estudiando con él, que parece que sea servidora la castigada)

Ahora, es más de hacer “musculatura” con los dedos para jugar a la PlayStation. Que digo yo: en un término medio está la perfección. Y, el pasado verano, mira tú por donde, tuvimos una gran idea. Al niño le llamaron la atención los pescadores de San Vicente de la Barquera. Su papi le compró un kit de pesca y, ¡hala, a pescar!

Sin ánimo de ofender a los pescadores, ¿de verdad, tienen ustedes la cara de llamar a eso “deporte”? Vamos que, en mi humilde opinión, y dada la vagancia supina del chavalín, ¡no le podía ir más al pelo! Estarse las horas sentadito, con los... “esos” bien apoyados, esperando que algún pez despistao muerda el anzuelooo... Ahora que, también tendrá tiempo de hallar paz, calma y equilibrio, ¿no? No debe estar tan mal.

La tragicomedia se nos planteó en el momento en que compramos cebo vivo. Ver a su padre, cogiendo los gusanos era todo un show: —¡Igggs… aiiiich…. Nene… ¿Dónde está tu tío? ¿Ha dicho que veníaaaa? ¡Argsss! ¡Beeeggg!

El primer día de pesca (es vago pero afortunado) ¡Pescó una sepia! Tan contentos nos pusimos. ¡El chico se la cenó! La sepia no daba para todos, claro está. Era lo mismo que poner una albóndiga para ocho comensales.

Y el segundo, la pesca no llegó a casa. La suerte del principiante hizo que picara un pulpo. Aquel pulpo era Paul o uno de sus descendientes. Todo un superviviente. Un luchador nato. Se puso a tirar como un loco de la cuerda, tratando de huir. El espectáculo que estaban dando (el muchacho, el tío y el padre) tirando de la caña, hizo que todo el mundo alrededor se pusiera a observarlos (esperaban, fijo, a Nessi, fugado de el Lago Ness). Enseguida, vino el pescador benefactor que les ayudó a capturarlo.

Lo malo es que la pesca del pulpo, ¡estaba prohibida!. Así que, le regalaron la pieza al “asistente de pescadores pardillos” y el tipo se la echó a la mochila, como unas castañuelas.

La risa floja nos dio a todos cuando nos imaginamos si se llegase a encontrar con la policía y al pulpo le diera por asomar los tentáculos fuera del petate. "¿Algo que declarar?" "Pues, nada mire usté, aquí paseando... buen tiempo, ¿eh?"

La tercera vez ha sido en el Pantano de Valmayor. De algo estoy segura: mi costilla es un buen padre. ¡Tirarse las horas muertas bajo el sol en una meseta que más que a la Mancha se parece al desierto del Sahara y aguantando a cuatro monstruos! Ya le vale, ¡pobre hombre! (yo, en la piscinita, tan ancha y fresquita) Ni sé como no le dio el sarampión.

Y la pieza, en esta ocasión: un señor Lucio de 60 centímetros.

No me extraña que haya gente por ahí que prefiera hacerse vegetariana. El Lucio (un bicho feo, feo, feísimo donde los haya) ¡¡venía con vida!! Pero…, ¿a nadie se le ocurrió la idea de liberar al animal de ese sufrimiento?

—Yo he dicho que le tiráramos una piedra a la cabeza, te lo juro…
—¿Y para qué llevamos la navaja? ¡Lo teníamos que haber apuñalado!

Escucharlos hablar… ¡¡daba grima!!

Y, ahora, venía lo peor: ¿Quién meeeee………. ¡lo cocina!?

¡Aaaarrrggg! Mira que les dije que yo, como Antonio Recio, que SOY MAYORISTA Y NO LIMPIO PESCADO.

En fin…, hace dos noches que el pobre Lucio (¡Dios lo tenga en su gloria!) forma parte de nuestro organismo. Marinado, durante tres horitas, con aceite, vinagre, sal, pimienta, anchoas, alcaparras, el zumo y la rayadura de un limón, un chorrito de vino blanco y al horno.

A ver si para la tercera pesca... ¡¡me traen el sireno!!

No hay comentarios: