jueves, 5 de junio de 2014

"SIEMPRE" no es tanto tiempo.

Durante las últimas semanas no se movía de su camita.
Cuando le enseñaba su collar y su correa, apenas me miraba.
Comía y bebía poquísimo para no levantarse. En muchas ocasiones era yo quien le llevaba la comida o la bebida a la boca.

Y, una vez en la calle (con lo que le gustaba pasear), daba dos pasitos, se paraba en seco y me contemplaba como preguntándome: "¿Qué hacemos aquí?".

La mayor parte del paseo (que duraba más que nunca) lo daba con él en brazos.

Los vecinos (era "Simón el Simpaticón" del barrio) me miraban compasivos. Ya habían muerto todos sus amiguitos hacía tiempo: Pirulo, Edén, Tango, Malcolm, Milo, las dos Lunas, Rocky, Edém, Duquesa, Pizca, Kiko, Chispa…

—¿Qué? ...la artrosis? —Me preguntaba alguno de ellos.

—No sé yo… —Pretendía bromear mientras sonreía agradecida— Me parece a mí que ya me puedo ir haciendo a la ideaaa… porque a éste le faltan dos telediarios.

Ayer, en el último paseo de las ocho y media, apenas se alejó un metro del portal.

—¡Ay, Thor! ¿Dónde quieres ir, Pichón?

—…—Me miró. Tanto y tan insistentemente que pensé que me había escuchado (ya estaba sordo perdido y con unas cataratas de vértigo). Se dio media vuelta y se dirigió al portal, de nuevo, lentamente.

¡Al carajo con el paseo! No me daba la gana de forzarlo. De hecho, toda su vida ha sido el niño mimado de mamá y le he consentido todo. Sinceramente: era el perro más malcriado de la tierra.

Me senté en el ordenador para colgaros la chorrada del día en Facebook. Aún estaba pensando en cual yyyy, de repente, se levantó con la intención de venir hacia mí. Como si le faltara pronunciar, con todas las letras, mi nombre. Como si tratara de correr a mi encuentro para pedir ayuda.

Sus patitas dejaron de sostenerlo, venciéndose. Parecía que su cuerpo se hubiera convertido, de repente, en gelatina. Se deshizo a medio metro de distancia.

Si me hubieran puesto un petardo en la silla no me hubiese levantado más rápido. Lo tomé en mis brazos y empecé a saltar y chillar:

—No me hagas esto, por favor, te lo suplico. —Presioné su pecho, corrí a la ducha, lo metí bajo el agua fría pero seguía como un muñeco de trapo.

—¡No, por favor, no por favor, mírame, mírame! —Tomé el bolso con él, enrollado en una toalla, en mis brazos. Salí pitando al ascensor mientras seguía llamando su atención. Iba a llevarlo a un veterinario, ¡al que fuera! ¡al que estuviera más cerca!

Cuando presioné el botón, me miró a los ojos. Os juro que no hizo falta que hablara. Entendí perfectamente que me decía en un hilo de voz: “Me voy. Me estoy yendo.

El ascensor no había alcanzado mi piso aún y giré sobre mis pasos, con toda la calma del mundo, tanta que hasta me asustó:  —Está bien, cariño. Está bien. Vamos a casa. Esto vamos a pasarlo los dos juntos.Abrí de nuevo, la puerta, colgué mi bolso en el perchero y me senté en mi mecedora con él apretado contra mi pecho.

Mientras me mecía, lo besaba, no paraba de decirle lo mucho que lo quería:Sí, mi vida, soy yo, mi bebé. Estoy aquí. No te voy a dejar solo. Ni por un segundo.
—Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero… Gracias por haberme hecho tan feliz, por haberme acompañado siempre, las veinticuatro horas del día, por haber nacido, por despedirte de mí, por elegirme para marcharte... para dejarte ir.

No sé como no podía llorar. Supongo que Dios (sí, Dios, porque soy creyente) en estos momentos te inyecta una sobredosis de valentía, fortaleza, energía, ¿resignación?... no lo sé. De lo que estoy segura es que se trata de una auto-defensa. Algunos lo llaman supervivencia.

Estuve hablándole y besándolo, mientras sostenía su patita, sin dejar de mecerme, hasta las 9 y tres minutos en que su llamita se apagó.

Los únicos latidos que notaba en mi pecho eran los míos y sus ojitos permanecían clavados en las niñas de los míos pero presentí que ya no podían verme.

Me levanté con él en brazos, llamé por Skype a Jaime. Él, sólo él, era el único que podía entender como me sentía. Y vivir de auténtico modo la experiencia.

Continué hablando con voz pausada, sin permitir que mi voz se quebrara en ningún momento.

Luego llamé a mi hermana. Estaba con mi madre en la tienda y me dijo que me la pasaba. Le supliqué que no lo hiciera, no fuera a ser que se le ocurriera llamarme mema. Nadie entiende estas cosas. Este amor incondicional por un animal. Pero cuando se puso al teléfono ¡Estaba llorando! ¡Cómo agradecí sus lágrimas! Siempre digo que, para "suegra", ya tengo a mi madre. De hecho, mi suegra es una bendita.

No era extraño que lo pensara. Nunca me dejaron tener un perro en casa. Fue de las primeras cosas que hice al abandonar la casa paterna. Me había pasado mi infancia inventándome un amigo imaginario al que llamaba Napoleón y paseaba con una lata (o cualquier otra cosa) arrastrada de una cuerda. O, sentadita en la escalera de la Calle Bordadores 9, tomándome platitos de pan rallado y azúcar, con Winston, la perra de nuestros vecinos Carmen y Pepe.

No me aparté de él hasta que llegó el señor de la incineradora a recogerlo. Se lo llevó en una bolsita negra, con sus datos en una etiqueta, que cerró y blindó. En menos de dos días me traerían sus cenizas.

Él era un ser libre, Acuario, como yo. De hecho, nacimos el mismo día. Le gustará disfrutar de su paseo eterno en el camino de La Horizontal de El Escorial. Puede que hasta le lleve a la playa de Pontedeume… o al Grove… a San Vicente de la Barquera... o a Jalón, en Alicante. A la nieve de Astún o Candanchú, a la de Andorra, a la de Sierra Nevada... ¿A los lagos de Enol? ¡Cómo disfrutó aquel día!

Luego me senté, de nuevo, ante la pantalla del ordenador. Y empecé a hacer el vídeo. Tenía que hablar con él por última vez:

Gracias por haber cumplido mis sueños de infancia.
Por convertir en carne y pelo, esa lata que yo arrastraba de una cuerda.
Por haberme enamorado desde el primer segundo en que te vi.
Por existir…
por haber irrumpido en mi camino…
condicionando mi vida…
¡poniéndola patas arriba!
Gracias por la risa.
Gracias por correr a nuestro encuentro.
Gracias por estar siempre ahí.
Por sentirme escuchada.
Por velar por nosotros.
Por hacer dulce la espera.
Por hacer sentirnos siempre en casa,
por lejos que estuviéramos.
Por acompañarnos en los mejores momentos.
Por formar parte de la familia.
Por tener tanta paciencia.
Por adorar lo que nosotros amamos.
Por acompañarnos en nuestros juegos
y en nuestras locuras.
Por hacerme sentir tan especial.
Por regalarme un sol de invierno.
Por soportar nuestras bromas pesadas.
Por tantos y tantos recuerdos inolvidables.
Por mirarme como si fuera una divinidad griega.
¡Por quererme tanto!
Por instalarte, como inquilino,
para siempre, en mi corazón.
Duerme, ángel mío,
al arrullo de mis latidos,
en la orilla de mi alma.

Elegí el Requiem de Andrew Lloyd Weber, exquisitamente acompañado por las voces de Sarah Brightman y Charlotte Church. Una vez la acabé, me puse a berrear como una loca en cuanto lo vi, en la pantalla, moverse y observándome como sólo él lo hacía. ¡Y sus sonrisas!

¡Porque él sabía sonreír!

La verdad, me sentí liberada. Hacía muchos años que no derramaba cataratas de agua salada. Y siempre pensé que las lágrimas no solo reconfortan, sino que fortalecen. De vez en cuando, viene estupendamente lagrimar con toda el alma, no con un sufrimiento mudo. Sostenerse el estómago y gritar tu dolor. Es como una sana carcajada, como una risa, muy triste pero, a fin de cuentas, un sentimiento. Y a esos es mejor ni obviarlos ni enterrarlos.

Y el día se sucedió así: ahora lloro, ahora vuelvo a permanecer serena, ahora vuelvo a llorar y vuelvo a sonreír y a seguir la broma pesada de esta vida…

Hoy, en cuanto he abierto los ojos, una angustia se ha apoderado de la boca de mi estómago y he vuelto a llorar. Lo malo es que no dejo de hacerlo. He leído todos vuestros comentarios en el Facebook, cada palabra, cada letra, cada espacio, cada coma… y os he agradecido mucho vuestras condolencias.

Ayer decidí “bajarme del mundo” por un solo día pero éste no se para sólo por mí. No cesa ni espera. Ahora voy a tener que correr para subirme en la próxima estación. Así que voy a ducharme y a preparar mi petate. Cada vez es más pesado.

Hay cristianos que dicen que no habrá bebés, niños o animales en el cielo. Pues la verdad, si fuera así: ¿quién querría ir allí?, si precisamente yo siempre pensé que ellos eran quienes estaban más próximos a Dios.


Si me aseguran que no voy a volver a ver a mi chiquitín, ¡leche, que me lleve Mandinga! Pero estoy segura de que Alberto habrá ido a recogerlo y lo cuidará bien, le tirará palos para que Thor cabalgue a recogerlos, jugará con él y lo mantendrá a buen recaudo hasta que yo me reúna con ellos para siempre que, a fin de cuentas, no es tanto tiempo.https://www.youtube.com/watch?v=HVljUOsPPfc


©2014 Miriam Lavilla Muñoz