lunes, 26 de septiembre de 2016

BASURA "DE ÚLTIMA GENERACIÓN"

 
Hace un par de semanas, una agradable dependienta de comercio quería presentarme, insistentemente, los “móviles de última generación”.

Nada más entrar en la tienda, me contempló, de hito en hito, como si hubiera hecho un viaje en el tiempo y regresara directamente del pleistoceno, con una piedra y un hueso de jabalí, para tallarla, en mis manos:

—Disculpe, señorita, yo soy de la pasada generación y este modelito es muy mono, pero el mío aún me sirve para llamar y recibir llamadas que yo siempre pensé que era de lo que se trataba.

No había manera alguna de convencer a la muchacha de que “mi móvil aún funcionaba”. Hablábamos distintos idiomas, evidentemente.

Recuerdo con nostalgia aquellos años en los que la telefonía era un lujo totalmente prescindible en el hogar. Cuando pasabas una tarde con tus amigos y familia y os citabais para la siguiente ocasión: “El miércoles próximo, a la misma hora y en el mismo sitio”; “el sábado hago unas tortillas y os venís a cenar”.

O cuando tenías que informar que iba a resultarte imposible acudir, que llamabas por una cabina. Buscar una ahora es como tratar de encontrar una aguja en un pajar.

Si había algún mensaje urgente podían llamarte a la tienda de ultramarinos o a casa de una “privilegiada” vecina que dispusiera de un teléfono.

Fijo, claro.
Muy fijo, de hecho: clavado con tornillos en la pared o descansando sobre la mesa de la entrada. Generalmente, vendida en los almacenes y tiendas de muebles como “mesita telefónica”.

Aquellas citas con los amigos o familia, te las pasabas charlando, mirándoos a los ojos, hasta tocándoos con las manos. Nadie se dedicaba a leer su correspondencia (mirar sus mensajes) o a contestarla (guasapear). Lo de “chatear” describía el hecho de ir “de chatos” a los bares y no había ser humano a quien se le hubiera pasado por la cabeza tener que pedirle al camarero la contraseña para poder comunicarse con el resto de ocupantes de la barra.

A todas aquellas amistades o parentela, que te pillaban lejos, les escribías una carta, de vez en cuando, sin olvidar los christmas para felicitar las navidades y las postales cuando te ibas de veraneo. Ahora ponerte a buscar un buzón resulta igual de laborioso que toparte con la cabina telefónica. Y, no sé ustedes, pero yo ya no recibo tarjetas navideñas, -a no ser que sean del banco-, y hace lustros que nadie echa en mi buzón una postal.

De paso, practicabas la ortografía y la caligrafía. Que entender un mensaje de mi nieto es para nota “abu, mñn paso x tu cs”.

No sé si a causa de mis mayores o por las circunstancias pero a mí me enseñaron de otra forma. Fui adiestrado para sobrevivir.

Soy de los que se comen lo que les echen en el plato, aunque la cantidad sirva para alimentar un batallón. Quizás aún late en mi corazón la desazón de la necesidad. El hambre que se siente cuando no hay nada que echarse a la boca. Mis principios y mi moral no me permiten tirar comida a la basura.

Me acostumbraron a vivir pensando en las “vacas flacas”, en lo que pudiera suceder después. Trabajando duro para ahorrar, reservando las energías para hacer el sprint final en la carrera y llegar a la meta. Economizando el orgullo estirándolo tanto como para que te llegara a fin de mes, por si tenías que metértelo en el bolsillo para suplicar.

Me enseñaron a comprar, no sólo para nosotros, sino para los que nos sucedieran. Los benjamines vestíamos y calzábamos la ropa y zapatos de los mayores. El problema llegaba cuando a tu madre le había dado por vestiros con el mismo modelito cualquier domingo de ramos. Podías llevar la misma camisa y los mismos pantalones durante años, heredándolos del hermano previo a ti hasta que te quedaran pequeños los del mayor de todos.

Usábamos sus cunas, sus juguetes, sus libros... y cuando ya no las podíamos usar más, las entregábamos, (completamente nuevas), a la beneficencia para que otros siguieran utilizándolas. Nos inculcaron el cuidado de todas nuestras cosas: libros, juguetes, muebles, ropa… Preservábamos todo para cuando se necesitara o tuviéramos que donarlo por caridad.

Antes, las mujeres llevaban sus medias con carrerillas a puestos ambulantes atendidos por señoras que cosían los puntos con ayuda de un huevo. ¿Qué hacen ahora? ¿Las tiran y compran otras? ¿Dónde están esas costureras?

Nuestras madres y abuelas guardaban enormes cajas con botones. Botones pequeñitos, medianos, grandes, de todos los colores imaginables. Costureros llenos de cremalleras. Antes de tirar una prenda destrozada (de esas que ya no se podían entregar ni en Cáritas), ¡descosían los botones y las cremalleras!, “por si algún día hacían falta”. Me temo que, al paso que vamos, llegará el día en que seremos capaces de tirar una camisa, un pantalón, una chaqueta o un vestido con tal de no coser un botón o cambiar una cremallera rota.

Todo era un “por si no tenemos y luego nos acordamos de haberlo tirado”, “por si un día faltara”, “por si acaso”, “por si sí”, “por si no”, “por si…

Y esa enseñanza iba pasando de bisabuelas a abuelas, de abuelas a madres y de madres a hijas hasta llegar a mi propia mujer a la que, muy frecuentemente, le escuchaba decir a mis hijos:

—¡Oye, bonito, que menudo precio tenían los pantalones esos!
—Pero, mamá, ¡que son de campana!
—Bueno, bueno…, lo mismo vuelven a estar de moda. Guárdalos con la camisa de chorreras.

¡A la de fiestas de disfraces que pudimos acudir luciendo todos esos “por sis”!

Recogíamos los cascos de botellas para que fueran esterilizados con el fin de usarlos una y otra vez. Es más, ese era otro modo de ganar dinerito vendiendo las botellas vacías. No había cubos de reciclaje de envases, ni de cartón, ni de vidrio... no había necesidad. Mi mujer lavaba los pañales al igual que rallaba el pan duro restante de los días anteriores. Y parecía mentira la cantidad de croquetas que podían hacerse de las sobras de comida.

No hace mucho (tan sólo veinte años), me decían que coleccionaba mis mocos en un pañuelo de tela, de los de antes. Tuve que amaestrar mi dura cabezota para usar los de papel de usar y tirar.

Si la lavadora, el lavaplatos, la nevera, el microondas o el video dejaban de funcionar, llamaba al técnico. Cual no es mi sorpresa, que muchas veces te responde, sin el menor sonrojo, aquello del “le trae más cuenta tirarlo y comprar uno nuevo”.

No bebíamos en botellines ni vasos de plástico, lo hacíamos directamente de las fuentes de los parques o nos dirigíamos al grifo de la pila, con un recipiente de cristal o un botijo de barro. Por tanto, no había tanta basura como la que se genera hoy.

Estamos rodeados de basura, en el más amplio sentido de la palabra.

Basura de todos los colores: azul (para el cartón y el papel), amarillo (para los envases y las latas), verde (para el vidrio), negro (para los restos orgánicos), gris (para el resto de residuos)… ¡Hasta rojo para los desechos peligrosos! ¡Qué barbaridad!, que antes de tirar algo a la basura, tengo que pensarme muy mucho lo que estoy tirando, ¡a ver si voy a tirar mi PISTOLA donde se tiran los tetra-bricks de la leche! ¿Y cuando saco al perro? ¿Dónde tiro la caca porque el contenido es orgánico pero el envase es de plástico?

En cuanto a la ropa me temo que ya nadie piensa en los necesitados. Por lo visto hay contenedores de reciclaje de ropa. Siempre nos están previniendo para que no nos equivoquemos: hay que usar los del Ayuntamiento porque los otros pertenecen a unos "vivos" que la venden. Que mi pregunta es: ¿y qué hace el Ayuntamiento con la ropa?

Tras analizar la sociedad que hemos creado, he llegado a una conclusión: una persona fashion es un individuo que lo tira todo. Y España se ha vuelto muy fashion, eso sí, lo tira todo de modo ecologista. Y esa basura tan ecologista se aglomera en nuestros ríos, nuestros mares, nuestras calles… los Friquis somos los que no tiramos nada y estos son a los que hay que sustituir con urgencia.

He comprado a mi hijo la PlayStation cuatro porque la versión tres está anticuada. Funciona pero, a ver, ¿qué le voy a hacer? Y tengo entendido que para el próximo año tendré que comprar la versión cinco”.

“Nada, chico, no me queda otra. Tengo que hacer tres horas y cuarto de cola, ante la tienda, para comprar a mi hijo el iphone 6s”.

¡Luego nos quejaremos de cómo nos han salido los niños! La formación: en el colegio, por supuesto, pero la educación, el respeto y los principios se aprenden en casa, con los padres. Y esos, junto con la moral, son cosas no reciclables.

Yo soy de la opinión de Confucio: “Hay que educar a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío”. Desde luego, con total convencimiento: hay que enseñarlos a que valoren lo conseguido y no lo reciban o hereden de los padres sin tener puñetera idea de lo que costó o incluso de si lo merecen realmente. Aunque yo nunca lo puse en práctica, lo confieso. En mi afán de regalarles todo aquello de lo que tanto carecí, quizás me excedí demasiado.

Llegaron los tiempos de “usar y tirar” ¡Los mismos faros son dirigidos por ordenador! ¿Dónde tiraron a los fareros? ¿A los afiladores? ¿A los relojeros, los guarnicioneros, los zapateros, los remendones…? ¿Cómo no va a haber paro? ¡Nos hemos mandado a todos a la ruina!

Hoy en día todo parece sustituible y reciclable. “Esto es viejo y se cambia porque es viejo. Da igual que funcione. Está anticuado ¡Y punto!”. Y esta ley la aplicamos hasta con las mismas personas.

Paseen, si lo quieren creer, por los geriátricos de nuestros pueblos. Miles de ancianitos andan mendigando una visita al mes, las migajas de un recuerdo, de un poco de cariño. Allí los encerraron porque estaban usados, rotos o viejos y ya no servían de mucho. Mi generación respetaba a sus mayores; les agradecía su esfuerzo, su sacrificio, su trabajo sin descanso para lograr que sus hijos y nietos recibieran el bienestar y una educación que no las encontrabas en las rebajas o en el rastro. Las personas de “la última generación” no tienen tiempo para estos menesteres (tampoco ganas) y si, acaso un día, los sacan de las residencias de la tercera edad será para vivir de sus pensiones a falta de algún salario u otros ingresos.

Yo tenía una empresa y para mí los trabajadores más válidos eran los mayores. La experiencia era (y sigue siendo) un tesoro valioso y preciado. Jamás me hubiera planteado sustituir a un profesional de cincuenta años por dos de veinticinco recién salidos del cascarón. Ni a una señora recepcionista de cuarenta, que te paraba más goles que Ricardo Zamora sólo con vislumbrar en el cliente “un sospechoso tono de voz algo incómodo o ligeramente exasperado”, por una niñata de veinte que responde las llamadas con el chicle en la boca. Por muy baratos que me salieran. La experiencia fue, es y seguirá siendo un valor añadido y la calidad se paga. Bienvenido sea el gasto, si te salva de la ineptitud, de la ineficacia profesional, de la dura competencia o del caos más absoluto.

Hoy se sustituyen a las personas como se cambia uno de ropa interior:

—Papá, voy a contratar un nuevo director financiero…
—Pero…, ¿Y Rodríguez?
—Papá, voy a ofrecerle la prejubilación.
—Pero…
—Papá, está muy mayor…
—¡Yo también soy muy mayor! ¡Más que él!
—A propósito de esto…

—Papá, deberías dejar de ir a las juntas.
—¡Ah, vaya! ¿Molesto en las juntas? Pero seguro que lo que no molesta es que suelte la pasta sin rechistar.
—Papá tus ideas ya no sirven para estos tiempos que corren. Con tu antigua gente te entendías, estos son contratados por mí y tienen mi edad… comprende...
—Desde luego, la primera idea mal recibida me imagino será que propongo celebrar las juntas en la misma sala de siempre porque encuentro un despilfarro y un despropósito ir a encerraros todos en un hotel de cinco estrellas. ¿Qué sois, futbolistas? ¿Qué demonios es eso de las concentraciones? Si no os concentráis en la sala, hijo, os invito a un café en el bar de la esquina y así os da el aire.
—No es eso, papá, nunca estás de acuerdo con nada, protestas por todo.

La última tarde que acudí a una de esas juntas me pasé toda la noche llorando. Ni se molestaron en mirarme, mucho menos saludarme, despedirme o escuchar lo que quería exponer. Mi “tallercito” había dejado de pertenecerme. A pesar de tantos años de duro trabajo. De miles de desvelos. De préstamos bancarios con desorbitados intereses que, para ser capaz de saldarlos, tuve que pagar con sangre, sudor y lágrimas. Ya era una gran empresa. Una multinacional. Y mi hijo, se la encontró envuelta en papel de celofán, casi a estrenar. Sin pasar ni una pizca “de hambre ni frío”.

—Papá, necesitaríamos un préstamo. Hemos cambiado el logo y ya que hay que sustituir el que hay, aprovechamos y modernizamos la fachada.
—¿Qué le pasa al logotipo?
—Que está anticuado, papá.
—También el de El Corte Inglés y míralo que ahí sigue.
—Ya perooo… nosotros no somos El Corte Inglés.
—Claro que no, ya lo creo. Seguro que a los herederos de Don Ramón Areces no les importa nada gastarse un potosí en la fachada, el logo, la nueva publicidad, las tarjetas de toda la empresa...

Apenas cinco años después, vino rasgándose las vestiduras, con las manos en la cabeza y con el rabo entre las piernas a romper a llorar desconsolado y confesarme en que caótica situación se encontraban en la compañía. Y la última gestión que hice por mi tallercito fue saldar las deudas (un dineral) y venderlo, con todo el dolor de mi alma, poniendo como condición que no se despidiera a ningún trabajador.

Está visto que estoy hecho de otra pasta, tan anticuado y viejo como para ser reemplazado. Soy un tipo caduco que está en este mundo porque tiene que haber de todo o porque he tenido una salud de hierro y aquí sigo, padeciendo el paso de los años y el avance vertiginoso de una tecnología, de una basura multicolor y de una humanidad que no entiendo.

Lo malo es llegar a este presente donde hay desempleo, paro, necesidad, hambre… Hubiera jurado que no volvería a vivirlo. Ya nos tocó pasar por ello a los mayores, los viejos, los anticuados, los caducos, los friquis… pero con una salvedad: a los carcamales nos prepararon para vivirlo, sobrevivirlo y superarlo.


[Texto extraído de una novela que nunca será publicada]

©2012 Miriam Lavilla Muñoz

lunes, 22 de agosto de 2016

LA NECEDAD DEL ODIO


odio
Del lat. odium.
1. m. Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.

Y, dicho esto, confieso: ya sé lo que significa el vocablo «odio» pero desconozco la sensación que inspira el sustantivo y el verbo.

Ni siquiera odié a todos los malvados y brujas de Disney ni a JR de Dallas o Ángela Channing de Falcon Crest.

Desde que tengo uso de razón, las personas que me he encontrado a lo largo de mi vida, se han dividido en dos grupos:

1.- Los que me caen bien.
2.- Los que no me caen.


(Con esto aclaro que, tras un periodo razonable de relación, los del grupo 2 pueden variar al 1 y viceversa).

Así, simplemente, como la manzanilla «te puede caer bien o mal», en el estómago, si lo tienes un poco revuelto. Sólo que, por lo que a mí respecta, no me cae porque no me gusta la manzanilla.

Debe tratarse de un trauma de la niñez ya que, cada vez que me sentía indispuesta, venía el entendido de turno a 'cascarme' una taza de la citada infusión y me hacía vomitar como una loca. ¿Y a quién le gusta pasarse un rato echando la pota?

Pero, he aquí la pregunta del millón: ¿Odio a la manzanilla? Pues no, hijos míos: ni la cato ni la huelo.


La gente que «no me cae» es traducida simultáneamente en mi cerebro como la manzanilla: nauseas, arcadas, lágrimas del esfuerzo por echarla fuera de ti, pota, babas, mocos,… ¡caca… pupa! 

Mejor, tanto mejor, muchísimo mejor: mantenerse alejada de ellas.


Así que jamás entendí expresiones tan manidas como: «del amor al odio hay sólo un paso»; «quien bien te quiere, te hará llorar»; «se está haciendo el duro porque le gustas mucho»; «lo que te tiene es mucha envidia» y otras gilipolleces similares que, de verdad, no sé a qué soberano imbécil se le ocurrirían. Bien distinto fue el viejo refrán de la abuela «el mejor desprecio es el no hacer aprecio».

Si yo amo a alguien, (lo siento, no puedo remediarlo, es más fuerte que yo), SE LO HAGO SABER. Deseo verlo, olerlo, tocarlo, escucharlo y sentirlo cerca, a todas horas. Me da igual horario y fechas del calendario.

Si quiero a alguien, LE HAGO REÍR o, al menos, lo intento. Siempre estoy dispuesta a llorar por él o con él. Y, de igual modo, quiero un montón a todo aquel que me hace reír o me presta el hombro en el momento de berrear, hipar y moquear como una plañidera griega.

Y si yo envidio a alguien LO ADMIRO SINCERAMENTE, tanto que ME GUSTARÍA SER COMO ESA PERSONA.

Que, ahora que lo pienso, ¡es que tampoco envidio a nadie, leche! Tengo todo cuanto quiero, no deseo más. Supongo que llegarán peores días, claro y habrá muchas ocasiones para preocuparse, entristecerse, lamentar, añorar, llorar, sufrir... pero, ¿odiar? ¿A quién beneficia eso?

En realidad  ¡¡soy yo la que es envidiable!! He sido bendecida con uno de los dones más maravillosos que hay: distinguir, con claridad asombrosa, la inutilidad de este sentimiento…
La necedad del odio.

Todo lo contrario: si se trataba de hundirte en la miseria y machacarte hasta el hastío, te están haciendo un favor porque te están confiriendo el poder. El poder de humillar al que se creyó un titán, al que pensó que podría importarte un puñetero rábano sus mediocres ofensas.

Me parto de la risa cuando me percato de que alguien me odia profundamente, con toda su alma, con todas las fuerzas de su ser. ¡Lo veo tan patético y tan ridículo!

¡Es tan gracioso! Lo contemplo ahí, apretando tanto los labios que acaban por desaparecer del rostro; rechinando los dientes; arrugando su nariz; plegando el ceño, contorsionando sus cejas...

Quemándose vivo por dentro, amargándose, retorciéndose de rencor.

Un rencor envejecido y caduco. Casposo, rancio, añejo, apolillado, carcomido… 

Y es que quien te odia ya apenas recuerda por qué te odiaba tanto (¡Jajajajaja!, de verdad, ¡es cierto!), pero está cumpliendo su condena a cadena perpetua: ¡tiene que odiarte hasta morír!, jaaajajajaja!!!!!

Es más: seguirá odiándote aunque sólo te encuentre durante una cena al año, por nochebuena por ejemplo. O en un par de misas de difuntos o tres almuerzos para el verano.

Mira, voy más allá: ¡¡incluso sin verte en veinte años seguirá atormentándole su odio infernal por ti!! Si falleces, se arrastrará hasta el cementerio para escupir y bailar sobre tu tumba, ¡aunque tenga que levantarse de la cama del hospital, arrancándose el goteo de sangre y suero o se vea obligado a escapar del manicomio o del geriátrico!

Mientras tanto, el pobrecillo se esforzará muchísimo en fastidiarte.

Porque, ojo, como se lo curran, ¿eh?, que los pobres
 odiadores compulsivos profesionales tienen que pelear duro por joderte vivo.

Como no invitarte a su boda o a su fiesta de cumpleaños, por ejemplo, (y tú bailando jotas aragonesas de contenta porque te ahorras el regalo, el vestido, los zapatos y el bolso).

O no aceptando o incluso llegar a devolverte un presente que tuviste que darle como cumplimiento (“cumpli-y-MIENTO”), porque era demasiado mono para ese ‘ser’ y te apetecía una barbaridad quedártelo.

Como no saludarte (incluso sin molestarse en simular que no te ha visto) cuando tú vas y ¡¡¡no lo miras siquiera!!! O lo observas como el que atisba nubes en el cielo; o como el que advierte una ráfaga de viento; presencia el fuego frente a la chimenea; ve correr agua de un grifo o... ¡Se pone delante de la lavadora a contar las vueltas que da un calcetín rojo entre la ropa!

Discurriendo y cavilando miles de indirectas 'directísimas' para incomodarte y tú, ¡miserable desagradecido!, desconectas el chip de recepción, te sumes en tus pensamientos (como qué poner de cena esta noche), te enganchas a los cascos de la música o, simplemente «oyes» el sonido de su voz como si fuera el canto de una urraca, los anuncios de la televisión que acompañan pero no escuchas o… ¡Un pedo del vecino, mismamente!


Exhibiendo sus intimidades en las redes sociales echando broncas al “vacío” que, al final, los borras y bloqueas (de puro aburrimiento) y, por eso, ni te enteras.

¡Qué penita!, ¿no te inspiran lástima? Son como voces que claman al desierto!: «Señññoooraaa, no se crea usted que yooo…»; «Hay por ahí caballerosss queee …»; «A los que dicen que…»; «A los que no dicen que…»; «Mira que me joroban los que…»; (¡Pfff, que petaaaarrrdooo!)

¡¡¡Pobres, pobres, pobres odiadores compulsivos profesionales!!! Debieran cobrar un plus de peligrosidad en la nómina porque tanto odio no puede ser bueno para el feng shui de su cocina, ni para el chí, el ying, el yang… ni para el hígado (que de toda la bilis que tragan deben tener unas diarreas que ya no debe contenerlas ni la ‘Tena Lady Plus-Súper-Forte-BROWN’.

Yo ya soy mayorcita, no tengo que sonreír si no me apetece; mantener el tipo y comportarme con quien no me da la gana de tratar; taparme la nariz para poder engullir «la manzanilla».

Tengo muchos seres queridos y poco tiempo para atenderlos, no voy a malgastarlo tan siquiera en decirles lo que se merecen o criticarlos. Que hagan lo que les venga en gana. Merecen ser felices y sí así lo son, allá ellos. Porque, en realidad, deben sentirse muy desgraciados.

No se limitan a vivir y dejar vivir, no. Ni pueden disfrutar de su propia vida. Porque ésta no vale absolutamente nada sin la razón de su existir: su odio: "Quiero ir pero no voy a ir para que se joda"; "No me apetece ir pero, mira, voy a ir para incordiar"...

Y no vienen... ¡y lo pasamos en grande!


Y vienen y lo pasamos igual o mejor. Su insignificante existencia es como la de una pared en blanco, una columna en mitad del salón, un vaso sobre la mesa... ¿Qué digo, un vaso?: ¡Mucho menos!, la huella que deja un vaso húmedo sobre la madera.

Hacedme caso, extirpaos, de una vez, ese cáncer que os va a matar.

Paz y amor, hermanos, ¡liberaos!

©Miriam Lavilla, 2016

miércoles, 29 de junio de 2016

La ilusión perdida y hallarla en el niño que hay en ti



ilusión
Del lat. illusio, -ōnis.
1. f. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos.
2. f. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo.
3. f. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc.

Empezamos mal. Si la ilusión está basada en algo irreal o instado por la imaginación… lo llevamos claro. Pero también puede ser algo válido para despertar, cada día, con una sonrisa ¿Por qué no?

¿Os acordáis de nuestra infancia? ¿La ilusión con la que nos levantábamos a correr bajo el árbol de navidad la mañana de los Reyes Magos? ¿Buscando bajo la almohada el regalo que el Ratoncito Pérez nos dejó a cambio de nuestro diente?

Cuando contábamos pocos años de edad era muy fácil soñar. Lo hacíamos a todas horas y nos recreábamos en ese sueño. Acariciábamos la idea constantemente.

Aquel pequeño ser, sin cicatriz alguna, sin haber sido lastimado tantas veces, sin haber pasado por decepciones… se veía bombero, policía, astronauta, veterinario, médico, enfermera, socorrista, maestro, propietario de una gran multinacional, pintor, escritor, director de cine, actor, actriz, modelo de pasarela o publicitario, futbolista, cantante… Y, jugábamos a serlo. En realidad, lo creíamos a pies juntillas y estábamos dispuestos a luchar por ello.

Ahí nacía la segunda definición: “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.

Esa esperanza sólo dependía de nosotros. De nuestra voluntad. De nuestro esfuerzo, nuestro ahínco, nuestro tesón. De nuestra capacidad para adelgazar haciendo régimen y ejercicio, de acostarnos todas las noches embadurnados de cremas anti-acné, de nuestra constancia para estudiar, para entrenar, para ensayar, para trabajar duro por alcanzar esas metas. Nadie se nos ponía por delante. ¡Nos íbamos a comer el mundo!

¿Cuándo nos rendimos? ¿Por qué perdimos el rastro de ese chiquillo que un día vivió ahí adentro? ¿Dónde fueron a parar él y todos aquellos sueños?

Debe estar por ahí, oculto, esperando a ser rescatado. La gente que lo encuentra, de nuevo, es capaz de desandar el camino y recomenzar a andar uno nuevo. Gente que suspendió selectividad, que no terminó el bachiller superior, gente que ya con hijos mayores o incluso nietos… ¡¡¡Volvieron a la universidad o a retomar sus estudios!!! A aprender idiomas, a poner sus casas como centros de acogida para animales abandonados, a apadrinar niños del tercer mundo, a adoptarlos… A hacer “locuras” ante el pasmo total del ajeno circundante o de, como cantaba Manolo García "ante el asombro de un transeunte solitario".

Gente que no se resignó a vivir bajo el mismo techo con una persona de la que se enamoraron, hacía tiempo pero por la que, hoy por hoy, ya no sienten nada. O no soportan. O ya no tienen nada en común, ni de qué hablar. Amores rotos hechos añicos, cuya reconstrucción es inviable.

Infelices que se incorporaron de su tropiezo, se sacudieron las ropas, se lamieron las heridas, tomaron carrerilla y echaron a correr. Gente que, (para seguir con el ejemplo de la misma canción) "hizo pájaros de barro y los echó a volar".

Volando también ellos mismos. Más alto, arrojando lastre; tirando de las drizas para izar las velas, encendiendo máquinas a todo gas.

—¿No te da vergüenza, a tu edad, separarte de tu mujer / ponerte a estudiar de nuevo / hacer un curso de pintura / escultura / creación literaria?¿Casarte con un tipo al que le soplas casi veinte años?
—Y, a ti, ¿no te da vergüenza ser tan desgraciado y resignarte? ¿No hacer nada por salir de tu miseria más que quejarte... llorar tu mala fortuna y culpar a los demás de tus fracasos? ¿No te avergüenza ser tan mediocre y conformarte?

Y llegamos a la “viva complacencia por una persona / cosa o tarea

Si la ilusión de tu vida se limita a sueños del tipo “cuando me toque la lotería, me pongo a viajar / me compro el yate / el chalet de la playa / sierra / Ferrari Testarrosa…”, bájate del guindo… O mejor: bájate de internet todos los capítulos de “Los Ricos También Lloran”. Esa ilusión es más ineficaz que el ángel de la guarda de los Kennedy.

Y si esa ilusión depende de terceros ya es impensable.

Siempre habrá alguien en la cola de la pescadería que te amargue la existencia. Te encontrarás en mitad de un atasco insoportable en la M-30, te insultará el espabilao que quiere incorporarse en tu carril y a ti no te da la gana de que nadie te tome el pelo después de una hora esperando a arrancar. Tu marido habrá tenido un día de perros en el trabajo y llegará a casa con un humor infumable. Tu mujer habrá sido despedida. Tu hijo te traerá sus calificaciones y verás que ha suspendido hasta el recreo. Tu suegra enferma se tiene que ir a vivir contigo. Tu equipo de fútbol ha perdido el partido o han ganado las elecciones, sin ir más lejos: los que las han ganado.

Eso sin contar con que puede morir tu perro / gato / canario / padre / madre / un buen amigo / novio / esposo / señora parienta. Que tú o alguien importante ha enfermado de cáncer. Que tu hijo ha asesinado o robado o defraudado a hacienda y tiene que ser encarcelado. Todas estas situaciones son más difíciles de asumir. Ardua tarea y largo proceso para curar.

Si te creíste aquello del “se casaron, fueron felices y cenaron perdices”, ¡has vuelto a la infancia! Aprovecha la regresión y trata de recordar qué querías ser cuando tuvieras la edad que tienes ahora mismo. ¿Por qué te gustabas tanto? ¿Qué te hacía sentirte tan bien? ¿En qué encrucijada de caminos te desviaste y tomaste la ruta equivocada?

Y una vez que lo encuentres… cúrratelo, por favor. Y una vez más, no seas tan estúpido de dejar a “ningún tercero” (a ningún plancton) las riendas de tu vida, la capacidad de desalentarte, de desmoralizarte o de venirte abajo.

De hecho, para recorrer ese nuevo camino que te lleve a buen puerto; para montarte en el tren que te conduzca a la estación idónea, vas a tener que prescindir de personas-obstáculo que dificultarán que avances. Tendrás que aceptar el momento de la despedida, aunque duela, en cuanto se presente. Es lo que hay. Una persona que logra que no te sientas a gusto contigo mismo, no merece la pena. Son vampiros emocionales. Te muerden y succionan, junto con tu sangre, toda tu energía vital. No es necesario que te balden a hostias para estar con un maltratador. Un ser despreciable que te hace sentir insignificante y te trata como tal, ya es un maltratador en toda regla.

Da igual si tienes que decir adiós a tus mismos padres, hermanos o incluso tus propios hijos. A tus hijos les diste la vida, la educación, los valores, tu libertad, tu descanso con miles de noches en vela, tus vacaciones aún trabajando a jornada completa. No volviste a ser el mismo, te sacrificaste por ellos, les diste tu juventud, tu paciencia, tu alegría y tu buen humor, ¡lo diste todo!

Y con todo... se largaron,
sin pedir permiso ni tus bendiciones.
Reconoce que un día elegirán y tú, por mucho que te quieran, estarás en el último o penúltimo lugar en su orden de prioridades.

Una pequeña dosis de egoísmo inyectada directamente en vena es una buena vacuna y viene genial en estos casos. Quererse, mimarse, volver a recuperar la fe y la confianza en uno mismo ¡No veas lo que favorece!

Cómprate un paquete de post-its y escribe, todos las noches, el mensaje que quieras o necesites leer a la mañana siguiente. Adhiérelo sobre el espejo para que lo encuentres allí, al tiempo que te ves reflejado.

"Demuéstrate, a ti, que puedes hacerlo. Que lo valoren los demás no es importante, basta con que lo hagas tú. Cada uno tiene sus preferencias. Tú quieres conseguir la luna y el resto se conforma con la bombilla. Lo que quiere la mayoría no es lo más correcto. O, al menos, no para todo el mundo”.

“Nunca dejes de creer que puedes conseguirlo”.

“No te rindas jamás. Si no lo intentas, no lo logras”.

“Nadie dijo que fuera fácil pero tampoco que sea imposible”.

“Ganaste batallas peores, puedes salir victorioso de ésta”.

“No importa que llores, las lágrimas limpian y te hacen fuerte”.

“Continúo siendo ese niño
y sigo esperando a que cumplas tus promesas,
todas y cada una de las que me hiciste.
No me defraudes”.

© Miriam Lavilla Muñoz, 2016