Hace un par de semanas, una agradable dependienta de comercio quería presentarme, insistentemente, los “móviles de última generación”.
Nada más entrar en la tienda, me contempló, de hito en hito, como si hubiera hecho un viaje en el tiempo y regresara directamente del pleistoceno, con una piedra y un hueso de jabalí, para tallarla, en mis manos:
—Disculpe, señorita, yo soy de la pasada generación y este modelito es muy mono, pero el mío aún me sirve para llamar y recibir llamadas que yo siempre pensé que era de lo que se trataba.
No había manera alguna de convencer a la muchacha de que “mi móvil aún funcionaba”. Hablábamos distintos idiomas, evidentemente.
Recuerdo con nostalgia aquellos años en los que la telefonía era un lujo totalmente prescindible en el hogar. Cuando pasabas una tarde con tus amigos y familia y os citabais para la siguiente ocasión: “El miércoles próximo, a la misma hora y en el mismo sitio”; “el sábado hago unas tortillas y os venís a cenar”.
O cuando tenías que informar que iba a resultarte imposible acudir, que llamabas por una cabina. Buscar una ahora es como tratar de encontrar una aguja en un pajar.
Si había algún mensaje urgente podían llamarte a la tienda de ultramarinos o a casa de una “privilegiada” vecina que dispusiera de un teléfono.
Fijo, claro.
Muy fijo, de hecho: clavado con tornillos en la pared o descansando sobre la mesa de la entrada. Generalmente, vendida en los almacenes y tiendas de muebles como “mesita telefónica”.
Aquellas citas con los amigos o familia, te las pasabas charlando, mirándoos a los ojos, hasta tocándoos con las manos. Nadie se dedicaba a leer su correspondencia (mirar sus mensajes) o a contestarla (guasapear). Lo de “chatear” describía el hecho de ir “de chatos” a los bares y no había ser humano a quien se le hubiera pasado por la cabeza tener que pedirle al camarero la contraseña para poder comunicarse con el resto de ocupantes de la barra.
A todas aquellas amistades o parentela, que te pillaban lejos, les escribías una carta, de vez en cuando, sin olvidar los christmas para felicitar las navidades y las postales cuando te ibas de veraneo. Ahora ponerte a buscar un buzón resulta igual de laborioso que toparte con la cabina telefónica. Y, no sé ustedes, pero yo ya no recibo tarjetas navideñas, -a no ser que sean del banco-, y hace lustros que nadie echa en mi buzón una postal.
De paso, practicabas la ortografía y la caligrafía. Que entender un mensaje de mi nieto es para nota “abu, mñn paso x tu cs”.
No sé si a causa de mis mayores o por las circunstancias pero a mí me enseñaron de otra forma. Fui adiestrado para sobrevivir.
Soy de los que se comen lo que les echen en el plato, aunque la cantidad sirva para alimentar un batallón. Quizás aún late en mi corazón la desazón de la necesidad. El hambre que se siente cuando no hay nada que echarse a la boca. Mis principios y mi moral no me permiten tirar comida a la basura.
Me acostumbraron a vivir pensando en las “vacas flacas”, en lo que pudiera suceder después. Trabajando duro para ahorrar, reservando las energías para hacer el sprint final en la carrera y llegar a la meta. Economizando el orgullo estirándolo tanto como para que te llegara a fin de mes, por si tenías que metértelo en el bolsillo para suplicar.
Me enseñaron a comprar, no sólo para nosotros, sino para los que nos sucedieran. Los benjamines vestíamos y calzábamos la ropa y zapatos de los mayores. El problema llegaba cuando a tu madre le había dado por vestiros con el mismo modelito cualquier domingo de ramos. Podías llevar la misma camisa y los mismos pantalones durante años, heredándolos del hermano previo a ti hasta que te quedaran pequeños los del mayor de todos.
Usábamos sus cunas, sus juguetes, sus libros... y cuando ya no las podíamos usar más, las entregábamos, (completamente nuevas), a la beneficencia para que otros siguieran utilizándolas. Nos inculcaron el cuidado de todas nuestras cosas: libros, juguetes, muebles, ropa… Preservábamos todo para cuando se necesitara o tuviéramos que donarlo por caridad.
Antes, las mujeres llevaban sus medias con carrerillas a puestos ambulantes atendidos por señoras que cosían los puntos con ayuda de un huevo. ¿Qué hacen ahora? ¿Las tiran y compran otras? ¿Dónde están esas costureras?
Nuestras madres y abuelas guardaban enormes cajas con botones. Botones pequeñitos, medianos, grandes, de todos los colores imaginables. Costureros llenos de cremalleras. Antes de tirar una prenda destrozada (de esas que ya no se podían entregar ni en Cáritas), ¡descosían los botones y las cremalleras!, “por si algún día hacían falta”. Me temo que, al paso que vamos, llegará el día en que seremos capaces de tirar una camisa, un pantalón, una chaqueta o un vestido con tal de no coser un botón o cambiar una cremallera rota.
Todo era un “por si no tenemos y luego nos acordamos de haberlo tirado”, “por si un día faltara”, “por si acaso”, “por si sí”, “por si no”, “por si…”
Y esa enseñanza iba pasando de bisabuelas a abuelas, de abuelas a madres y de madres a hijas hasta llegar a mi propia mujer a la que, muy frecuentemente, le escuchaba decir a mis hijos:
—¡Oye, bonito, que menudo precio tenían los pantalones esos!
—Pero, mamá, ¡que son de campana!
—Bueno, bueno…, lo mismo vuelven a estar de moda. Guárdalos con la camisa de chorreras.
¡A la de fiestas de disfraces que pudimos acudir luciendo todos esos “por sis”!
Recogíamos los cascos de botellas para que fueran esterilizados con el fin de usarlos una y otra vez. Es más, ese era otro modo de ganar dinerito vendiendo las botellas vacías. No había cubos de reciclaje de envases, ni de cartón, ni de vidrio... no había necesidad. Mi mujer lavaba los pañales al igual que rallaba el pan duro restante de los días anteriores. Y parecía mentira la cantidad de croquetas que podían hacerse de las sobras de comida.
No hace mucho (tan sólo veinte años), me decían que coleccionaba mis mocos en un pañuelo de tela, de los de antes. Tuve que amaestrar mi dura cabezota para usar los de papel de usar y tirar.
Si la lavadora, el lavaplatos, la nevera, el microondas o el video dejaban de funcionar, llamaba al técnico. Cual no es mi sorpresa, que muchas veces te responde, sin el menor sonrojo, aquello del “le trae más cuenta tirarlo y comprar uno nuevo”.
No bebíamos en botellines ni vasos de plástico, lo hacíamos directamente de las fuentes de los parques o nos dirigíamos al grifo de la pila, con un recipiente de cristal o un botijo de barro. Por tanto, no había tanta basura como la que se genera hoy.
Estamos rodeados de basura, en el más amplio sentido de la palabra.
Basura de todos los colores: azul (para el cartón y el papel), amarillo (para los envases y las latas), verde (para el vidrio), negro (para los restos orgánicos), gris (para el resto de residuos)… ¡Hasta rojo para los desechos peligrosos! ¡Qué barbaridad!, que antes de tirar algo a la basura, tengo que pensarme muy mucho lo que estoy tirando, ¡a ver si voy a tirar mi PISTOLA donde se tiran los tetra-bricks de la leche! ¿Y cuando saco al perro? ¿Dónde tiro la caca porque el contenido es orgánico pero el envase es de plástico?
En cuanto a la ropa me temo que ya nadie piensa en los necesitados. Por lo visto hay contenedores de reciclaje de ropa. Siempre nos están previniendo para que no nos equivoquemos: hay que usar los del Ayuntamiento porque los otros pertenecen a unos "vivos" que la venden. Que mi pregunta es: ¿y qué hace el Ayuntamiento con la ropa?
Tras analizar la sociedad que hemos creado, he llegado a una conclusión: una persona fashion es un individuo que lo tira todo. Y España se ha vuelto muy fashion, eso sí, lo tira todo de modo ecologista. Y esa basura tan ecologista se aglomera en nuestros ríos, nuestros mares, nuestras calles… los Friquis somos los que no tiramos nada y estos son a los que hay que sustituir con urgencia.
“He comprado a mi hijo la PlayStation cuatro porque la versión tres está anticuada. Funciona pero, a ver, ¿qué le voy a hacer? Y tengo entendido que para el próximo año tendré que comprar la versión cinco”.
“Nada, chico, no me queda otra. Tengo que hacer tres horas y cuarto de cola, ante la tienda, para comprar a mi hijo el iphone 6s”.
¡Luego nos quejaremos de cómo nos han salido los niños! La formación: en el colegio, por supuesto, pero la educación, el respeto y los principios se aprenden en casa, con los padres. Y esos, junto con la moral, son cosas no reciclables.
Yo soy de la opinión de Confucio: “Hay que educar a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío”. Desde luego, con total convencimiento: hay que enseñarlos a que valoren lo conseguido y no lo reciban o hereden de los padres sin tener puñetera idea de lo que costó o incluso de si lo merecen realmente. Aunque yo nunca lo puse en práctica, lo confieso. En mi afán de regalarles todo aquello de lo que tanto carecí, quizás me excedí demasiado.
Llegaron los tiempos de “usar y tirar” ¡Los mismos faros son dirigidos por ordenador! ¿Dónde tiraron a los fareros? ¿A los afiladores? ¿A los relojeros, los guarnicioneros, los zapateros, los remendones…? ¿Cómo no va a haber paro? ¡Nos hemos mandado a todos a la ruina!
Hoy en día todo parece sustituible y reciclable. “Esto es viejo y se cambia porque es viejo. Da igual que funcione. Está anticuado ¡Y punto!”. Y esta ley la aplicamos hasta con las mismas personas.
Paseen, si lo quieren creer, por los geriátricos de nuestros pueblos. Miles de ancianitos andan mendigando una visita al mes, las migajas de un recuerdo, de un poco de cariño. Allí los encerraron porque estaban usados, rotos o viejos y ya no servían de mucho. Mi generación respetaba a sus mayores; les agradecía su esfuerzo, su sacrificio, su trabajo sin descanso para lograr que sus hijos y nietos recibieran el bienestar y una educación que no las encontrabas en las rebajas o en el rastro. Las personas de “la última generación” no tienen tiempo para estos menesteres (tampoco ganas) y si, acaso un día, los sacan de las residencias de la tercera edad será para vivir de sus pensiones a falta de algún salario u otros ingresos.
Yo tenía una empresa y para mí los trabajadores más válidos eran los mayores. La experiencia era (y sigue siendo) un tesoro valioso y preciado. Jamás me hubiera planteado sustituir a un profesional de cincuenta años por dos de veinticinco recién salidos del cascarón. Ni a una señora recepcionista de cuarenta, que te paraba más goles que Ricardo Zamora sólo con vislumbrar en el cliente “un sospechoso tono de voz algo incómodo o ligeramente exasperado”, por una niñata de veinte que responde las llamadas con el chicle en la boca. Por muy baratos que me salieran. La experiencia fue, es y seguirá siendo un valor añadido y la calidad se paga. Bienvenido sea el gasto, si te salva de la ineptitud, de la ineficacia profesional, de la dura competencia o del caos más absoluto.
Hoy se sustituyen a las personas como se cambia uno de ropa interior:
—Papá, voy a contratar un nuevo director financiero…
—Pero…, ¿Y Rodríguez?
—Papá, voy a ofrecerle la prejubilación.
—Pero…
—Papá, está muy mayor…
—¡Yo también soy muy mayor! ¡Más que él!
—A propósito de esto…
—Papá, deberías dejar de ir a las juntas.
—¡Ah, vaya! ¿Molesto en las juntas? Pero seguro que lo que no molesta es que suelte la pasta sin rechistar.
—Papá tus ideas ya no sirven para estos tiempos que corren. Con tu antigua gente te entendías, estos son contratados por mí y tienen mi edad… comprende...
—Desde luego, la primera idea mal recibida me imagino será que propongo celebrar las juntas en la misma sala de siempre porque encuentro un despilfarro y un despropósito ir a encerraros todos en un hotel de cinco estrellas. ¿Qué sois, futbolistas? ¿Qué demonios es eso de las concentraciones? Si no os concentráis en la sala, hijo, os invito a un café en el bar de la esquina y así os da el aire.
—No es eso, papá, nunca estás de acuerdo con nada, protestas por todo.
La última tarde que acudí a una de esas juntas me pasé toda la noche llorando. Ni se molestaron en mirarme, mucho menos saludarme, despedirme o escuchar lo que quería exponer. Mi “tallercito” había dejado de pertenecerme. A pesar de tantos años de duro trabajo. De miles de desvelos. De préstamos bancarios con desorbitados intereses que, para ser capaz de saldarlos, tuve que pagar con sangre, sudor y lágrimas. Ya era una gran empresa. Una multinacional. Y mi hijo, se la encontró envuelta en papel de celofán, casi a estrenar. Sin pasar ni una pizca “de hambre ni frío”.
—Papá, necesitaríamos un préstamo. Hemos cambiado el logo y ya que hay que sustituir el que hay, aprovechamos y modernizamos la fachada.
—¿Qué le pasa al logotipo?
—Que está anticuado, papá.
—También el de El Corte Inglés y míralo que ahí sigue.
—Ya perooo… nosotros no somos El Corte Inglés.
—Claro que no, ya lo creo. Seguro que a los herederos de Don Ramón Areces no les importa nada gastarse un potosí en la fachada, el logo, la nueva publicidad, las tarjetas de toda la empresa...
Apenas cinco años después, vino rasgándose las vestiduras, con las manos en la cabeza y con el rabo entre las piernas a romper a llorar desconsolado y confesarme en que caótica situación se encontraban en la compañía. Y la última gestión que hice por mi tallercito fue saldar las deudas (un dineral) y venderlo, con todo el dolor de mi alma, poniendo como condición que no se despidiera a ningún trabajador.
Está visto que estoy hecho de otra pasta, tan anticuado y viejo como para ser reemplazado. Soy un tipo caduco que está en este mundo porque tiene que haber de todo o porque he tenido una salud de hierro y aquí sigo, padeciendo el paso de los años y el avance vertiginoso de una tecnología, de una basura multicolor y de una humanidad que no entiendo.
Lo malo es llegar a este presente donde hay desempleo, paro, necesidad, hambre… Hubiera jurado que no volvería a vivirlo. Ya nos tocó pasar por ello a los mayores, los viejos, los anticuados, los caducos, los friquis… pero con una salvedad: a los carcamales sí nos prepararon para vivirlo, sobrevivirlo y superarlo.
[Texto extraído de una novela que nunca será publicada]
©2012 Miriam Lavilla Muñoz